Gerardo Laveaga
Twitter: @GLaveaga
Para Arturo Zaldívar
Publicado en: El mundo del abogado
Más que pensar en el origen de los candidatos a ministros de la Suprema Corte, el presidente de la República debe preguntarse qué clase de Corte quiere para México. A fin de cuentas, la facultad de proponer es suya.
¿Quién reemplazará en la Suprema Corte a Juan Silva Meza y a Olga Sánchez Cordero, ahora que ambos concluyan su encargo, a finales de noviembre? Proponer candidatos ante el Senado es facultad del presidente de la República y, en principio, nadie tendría por qué entrometerse para decirle a quién debe impulsar y a quién no.
Pese a ello, algunos activistas han salido a recabar firmas para que no lleguen aquellos que, en su opinión, son impresentables; los magistrados suplican al titular del Ejecutivo que designe a uno de ellos y no han faltado los profesores de Derecho que le han pedido que los postule.
¿Qué hay detrás de este frenesí? Algunos aducen que, primordialmente, las suculentas prestaciones del cargo, garantizadas durante 15 años y, más tarde, una jubilación de 80 por ciento del salario. Esto, añaden, tienta casi a cualquier abogado. Ser designado ministro de la Corte supone no volver a preocuparse por aspectos financieros el resto de su vida.
Otros, sin embargo, estiman que es la relevancia de la función lo que la hace tan atractiva: ser uno de los 11 jueces que tienen la última palabra en el país deviene una responsabilidad y una influencia políticas muy superiores a bonos y prebendas. Desde luego, todo cuenta en la descarada persecución del cargo.
A tal grado que hay quienes han dejado la vida en el intento de obtenerlo. No exagero. Cuando ya se les había incluido en la terna y se hacían ministros, cuando ya se imaginaban despachando en el búnker de Pino Suárez, porque así se los había prometido el secretario de Gobernación en turno, el Senado los rechazó. Murieron poco después.
Pero aunque las prestaciones sean jugosas —quizás las más jugosas del servicio público— la Suprema Corte está sobredimensionada. Sin negar sus avances, en la mayoría de los casos sigue siendo un tribunal de casación: se encarga de revisar si las decisiones de los tribunales federales se ajustan a los principios constitucionales, ya se trate de dirimir el porcentaje de una carga fiscal o de la obligación que tiene el gobierno de Veracruz de entregar un subsidio al municipio de Coatzacoalcos…
Dista de ser, por ende, el tribunal constitucional que anhelamos los mexicanos. Aunque —repito— hemos avanzado, nuestra Corte aún no es, como la de Estados Unidos, centinela de la Constitución, conciencia jurídica del país y contrapeso efectivo a las decisiones de los poderes Legislativo y Ejecutivo.
La buena noticia —o quizá no tan buena para algunos— es que si los ministros se lo propusieran, nuestra Corte podría convertirse en todo esto. A fin de cuentas, la Constitución dice lo que los ministros deciden que diga. Ellos son sus intérpretes. ¿Que por qué no lo han hecho? Me temo que porque han pecado de cautos.
¿Necesitamos, entonces, otra clase de ministros? Esto es, precisamente, lo que tendrá que definir, en unos días, el presidente de la República, cuya legitimidad para hacerlo proviene de los artículos 95 y 96 de la Constitución pero, también, del proceso democrático a través del cual lo elegimos. Da igual que algunos se empeñen en desconocer este proceso y traten de imponerle candados.
La pregunta que el presidente tendrá que hacerse es qué espera con su propuesta: ¿legitimar las decisiones del gobierno o, más bien, impedir abusos y corruptelas? ¿Abrir la competencia comercial que exige el mundo global o proteger a un puñado de monopolios? ¿Parapetar a una pequeña élite tras las instituciones extractivas, de las que nos hablan Robinson y Acemoglú, o expandir los derechos al mayor número de mexicanos? No son temas menores.
“La única opción —han escrito algunos comentaristas políticos— es proponer a un miembro de carrera judicial.” De ninguna manera comparto esta opinión. Salvo excepciones deslumbrantes, los mejores ministros que ha tenido la Corte a lo largo de su historia han sido aquellos con origen distinto a los provenientes de la carrera judicial.
Estos últimos suelen ser acartonados y predecibles. Han dedicado su vida a vigilar las etapas del proceso y difícilmente podrían cambiar su modo de enfocar los problemas que se les plantean. Si el inocente va a prisión o el responsable de un delito queda libre; si el dueño de una casa pierde el inmueble por no haber respondido una demanda en 15 días, ésos no son asunto de ellos sino de la ley.
“No soy yo quien habla —dicen jueces y magistrados—, sino la ley.” Pero esto nunca puede decirlo un ministro. Y, a menudo, hemos perdido excelentes jueces y magistrados para ganar ministros timoratos, que siguen resolviendo asuntos como si fueran inspectores de control de calidad, armados de una check list, no para trazar un rumbo al país sino para constatar que nadie se aparte del guión.
La Corte debe ser guardiana de lo que funciona y detonadora del cambio de lo que ha dejado de funcionar en México. Por eso, tampoco me entusiasman las cuotas. Cuando vemos indígenas que amedrentan a indígenas o mujeres que conculcan los derechos de otras mujeres, advertimos que hay que impulsar a personas visionarias, imaginativas y valientes —independientemente de su sexo, religión, preferencia sexual u origen étnico— que garanticen que nuestras instituciones funcionen para el bienestar de todos los mexicanos y no sólo para una minoría.
De lo que se trata es de apuntalar el modelo de país que el presidente de la República tiene en mente y el Senado puede discutir y consensar: para eso los elegimos. Una Corte vigorosa y con autoridad moral hará de México un país más plural y competitivo en el mundo global que nos ha tocado vivir. No creo equivocarme si apuesto a que el presidente lo considerará así.