Ricardo Sepúlveda Iguíniz
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Durante mucho tiempo se ha identificado al Estado de Derecho como la situación óptima a la que puede aspirar una sociedad política.
Se ha afirmado que el Derecho, entendido como un conjunto de reglas democráticamente aceptadas, es el mejor camino para el logro de los altos objetivos sociales. Sin embargo, hoy esta afirmación ha sido superada por la realidad.
El Estado de Derecho no da suficientes respuestas a la complejizada realidad social, ni supone una garantía per se de obtener situaciones de igualdad o de justicia material –quizá la formal sí la proporciona- que son los fines de cualquier sociedad humana.
Hasta convertirse en una frase trillada y vacía, se ha repetido por décadas que el deber de la autoridad es «aplicar la ley», «llevar la ley hasta sus últimas consecuencias», «aplicar todo el rigor de la ley», etc., etc. La desconfianza ante estas declaraciones fáciles pero imprecisas, es lo que ha llevado a la necesidad de dar pasos hacia adelante que devuelvan la confianza en una relación tan atribulada, como es la que se da entre el derecho y la sociedad, dos actores que se necesitan y repelen al mismo tiempo.
Efectivamente el derecho ha demostrado que es necesario para normar la vida social, pero al mismo tiempo ha dejado ver que por sí mismo no tiene la capacidad de resolver todas las problemáticas, ni de llenar las amplias expectativas humano-sociales. Por su lado, la vitalidad social ha mostrado, igualmente, su indocilidad a las reglas jurídicas y ha probado su capacidad de trascender los cánones jurídicos y de imponer los suyos. Esto ha puesto en entredicho, entre otras cosas, la permanencia del concepto de Estado de Derecho.
Ante este panorama, que no es solo nacional, han empezado a surgir nuevas fórmulas para explicar de mejor manera, sobre todo de forma más explícita, en qué consiste la tarea final del Estado, donde el derecho no sea fin sino instrumento y donde los miembros del Estado, que son las personas, ubiquen el lugar que les corresponde como sentido y fin de la institución social. Todo ello con el propósito de encontrar fórmulas más eficaces y claras para orientar la actividad de las autoridades estatales y, en general, de los actores sociales.
Parece un tanto paradójico que aún hoy estemos haciendo estos planteamientos, pero es la realidad, por alguna razón, durante cierto tiempo, se llegó a considerar que la existencia del Derecho era en sí misma una fórmula ciega que conducía irremediablemente al bien común. Hoy sabemos que este «bien común» no es una idea mítica sino concreta y que no pasa por encima de los bienes individuales, específicamente de los derechos humanos de cada integrante del Estado.
Efectivamente parte de la desviación que han tenido determinados regímenes políticos, a lo largo de la historia, se ha dado por lo que hemos querido denominar la separación entre el Estado y los derechos humanos, una separación por cierto antinatural, ya que el Estado surgió históricamente para defender estos derechos y sólo tiene sentido si consigue este objetivo. Sin embargo la realidad ha sido otra y, según se ha visto, el Estado puede, al mismo tiempo, conseguir logros tangibles en rubros globales, al mismo tiempo que fracasar rotundamente en su fin último, dar protección y garantizar el goce y ejercicio de los derechos de sus integrantes. Más allá del caso evidente de las dictaduras «de derecho», esta es la situación que se presenta por ejemplo en Estados que ostentan sus cifras macroeconómicas a la par que se sumen en índices elevados de pobreza, o en países donde se presumen de grandes piezas legislativas, a la par que se desarrolla un grave contexto de corrupción o de violaciones fácticas a los derechos humanos.
Aquí es donde se incrusta la novedad de conceptos como el deEstado de derechos o el de sociedad de derechos. El cambio de términos recoge precisamente esta preocupación, buscando modificar la relación entre los factores y establecer un orden de prioridad diferente. De por sí, supone un avance rescatar en el mismo nombre del Estado su propia finalidad, como si con ello se quisiera asegurar que no se pierda de vista. Sin embargo, el cambio no se acota a lo meramente nominal.
Hay que tomar en cuenta que no se trata solamente de una idea teóricamente sólida, sino de la respuesta a una serie de desviaciones prácticas repetidas a lo que es, todavía, la historia reciente, del Estado moderno. De esta forma, el cambio debe suponer un giro concreto que impacte en el sistema jurídico y en las políticas administrativas y judiciales
Esto ha sido recogido ya por algunos textos constitucionales, como es el caso de la Constitución de Ecuador o la de República Dominicana, en los que explícitamente se recoge en un dispositivo constitucional, la definición del régimen estatal, como el de un Estado de Derechos. El debate ha pasado de lo meramente doctrinal o académico, a los textos legales y a los principios de actuación política.
Tomando en cuenta el carácter cultural que se le reconoce, cada vez más, a la Constitución hasta tomar carta de naturalización, por la cual esta juega un papel fundamental en la evolución de la ideología social, resultan muy significativas las construcciones conceptuales que se adopten por la Constitución. De esta forma se supera la visión positivista que atribuía a la Constitución solamente una función jurídica y que llamaba retórica a todo lo que no fuera un imperativo legal.
Así, desde el ámbito del Derecho Constitucional y de la ciencia política, se percibe una nueva tendencia dirigida a fortalecer la función del Estado como organización social orientada a la defensa de los derechos humanos.
Gracias al movimiento de los derechos humanos se ha venido a transformar el concepto de Estado de Derecho que dejó de brindar las soluciones a sociedades mucho más complejizadas y las problemáticas que se presentan ahora por actores incluso no estatales. Las responsabilidades del Estado han crecido y no es suficiente con el concepto básico del cumplimiento de la ley, sino que es necesario nuevas ideas y mecanismos para el logro de los objetivos del Estado.
Sin embargo hay una precisión más, ya que si bien la incorporación del concepto derechos sustituyendo al de derecho le imprime otra orientación a toda la estructura estatal, hay una diferencia entre hablar de Estado de derechos o de una sociedad de derechos,este último término aporta una dimensión mayor.
Durante muchos años, siglos de hecho, el debate entre si la organización política moderna debería llamársele Estado o sociedad, ha sido permanente. La conclusión es que esta realidad, a la que llamamos, Estado, país, sociedad, patria y de otras formas, es una realidad compleja que participa de muchos elementos, por ello se le puede llamar simultáneamente y sin perder precisión, sociedad o Estado, como dos realidades intrínsecamente unidas que se implican mutuamente. Sin embargo la utilización de uno u otro nombre tiene importantes implicaciones.
La utilización del término Estado hace énfasis en el aspecto de la autoridad, la utilización de sociedad, en cambio, pone el acento en la población, es decir en las personas que integran la organización social. Estado remarca los valores de orden, regulación, estabilidad; sociedad nos habla, en cambio, de participación, dinamismo, cooperación, cultura. En este sentido, siguiendo la misma línea argumentativa, la utilización de uno u otro término dependerá de cuál sea el énfasis que se quiera hacer o el aspecto que se pretenda remarcar.
En el caso de los derechos humanos cabe hacerse esta pregunta, cuál es el término más acorde con su naturaleza. No parece caber duda a que resulta más adecuado el término sociedad que el de Estado para hablar de estos derechos, si consideramos que los titulares naturales de este derecho son las personas. En ese sentido, el término sociedad de derechos supera en alcance y significado al concepto de Estado de Derechos.
En el arranque del actual gobierno, el Presidente Enrique Peña Nieto utilizó el término sociedad de derechos en su discurso inicial, para referirse al objetivo que debería de buscarse con las políticas en materia de derechos humanos. Las implicaciones que tiene el uso de este término debe leerse en el contexto de esta evolución, como una propuesta de transformación a la visión que actualmente tenemos del Estado mexicano. La invitación, en este sentido, significa perseguir como objetivo la garantía de los derechos, por encima de la aplicación formal de la ley. El cambio no es menor.
Bajo la perspectiva de este análisis, queda claro que el reto que podemos fijarnos es muy alto y que no basta con hacer y aplicar leyes, que no sería poco, sino de cambiar una cultura de fondo. Esto no se puede hacer sólo desde la autoridad, lo que tenemos que construir es una sociedad nueva, fundada en los valores de respeto a la dignidad y a los derechos de todas y todos.
Ricardo Sepúlveda Iguíniz es doctor en Derecho Constitucional por la Universidad Panamericana, licenciado por la Escuela Libre de Derecho y especialista en Derechos Humanos por la Universidad de Nottingham en Inglaterra. Director general de Política Pública de la Secretaría de Gobernación, profesor de la Escuela Libre de Derecho y la Universidad Anáhuac, conferencista, consultor y exdirector del Observatorio Nacional Ciudadano de Seguridad, Justicia y Legalidad.